microgramas

Las palabras que deseo pronunciar aquí tienen voluntad propia

Las palabras que deseo pronunciar aquí tienen voluntad propia, son más fuertes, más poderosas que yo, y tengo la impresión de que desean dormir, o que no les gusta ser lo que son, como si no consideraran su singularidad lo bastante interesante, y no me sirve de nada despertarlas, pues no responden a mi ruego: «¡Levantaos!», y naturalmente yo mismo considero muy ingenioso amén de inusualmente bello cómo, por así decirlo, no reconozco mis palabras, incluso no dejo ni siquiera que se conozcan ellas mismas, y, al hollar la pálida llanura montañosa, yo no tenía ganas de reconocerme como el que era, más bien me pareció ingenioso convencerme de que yo era fulano de tal que se sacaba del bolsillo el reconocimiento de ser por completo irreconocible. Cada vez que todo aquel que se topaba conmigo reconocía amablemente mi incógnito, yo inspiraba con el mayor placer algo que denominaría aire si juzgara conveniente mencionar siquiera lo que me llenaba el pecho. […] recorrían el paisaje de mi singularidad que en modo alguno me pertenecía como un no sé qué carente de nombre, de la misma manera quizá en que una mujer vestida de etiqueta atravesaba un salón vivamente iluminado alrededor de la medianoche, cuando todos los buenos que a veces suelen ser un poco malos viven del modo más longitudinal que hay, es decir, en la cama. Tendido, corría con ruidoso y resonante silencio sobre los cuchillos desenvainados que me besaban, cosquilleaban los pies, aunque tal vez hubiera sido más acertado subrayar que se doblaban complacientes bajo mis pasos. Cuchillo, ah, qué expresión sonora, ingenua, inocente, simple. ¿No encierra cada palabra una indiscreción y cada yo una impertinencia? La tierra inexistente sobre la que yo caminaba, quieto, no me dejaba creer en ella ni un solo instante. Lo inefable, que podría describir muy bien si lo considerase oportuno, se alzaba ante mis ojos, que merecen ser vaciados en el acto por no haberse negado a que les diera un nombre. Belleza repugnante de ver, cosas muy informes que tenían cien mil años deseaban ser examinadas por mi ceguera. A continuación extraje algunos niños pequeños de la diversidad de mi ser y, bajo la vigilancia de profesores que me imaginé de repente, [los hice] no jugar en absoluto, porque si yo hubiera dicho que jugaba, tal vez habría ofendido el academicismo que llevo dentro. Caballos y vacas, que mejor no hubiera mencionado nunca con inoportunidad sonora, hacían no sé qué y parecían dedicarse a una actividad que, si se desea a todo trance, cabe definir como comer hierba. El rostro del mundo se parecía a la faz de una humillada con la atroz preocupación de poder siquiera aparentar alguna vez el deseo de reflejar una emoción. Estar desagradablemente impresionado podría resultar más adecuado que cometer la imprudencia de amar y al mismo tiempo odiar a muerte. Empapado de veneno y animado seguí siendo la salud misma, irradiando fealdad encarné la certeza de que yo era la fachada inalterable del edificio más lujoso como el que se sentía mi bondad medio derrumbada. Cada vaca portaba un cencerro al cuello, y cada sierra o pico miraba por encima del hombro a la cima vecina, y en todos esos quedos alrededores saltaban ahora de un lado a otro como una orquesta los tonos de los cencerros igual que sensatas figuras de locos, cuya inaudibilidad se veía del modo más claro y cuya visibilidad no se oía por parte alguna. Con indiscutible libertad lingüística llego al punto de decir que aquí y allá algunas de las vacas que pastaban se lamían el espinazo o azotaban el pacífico y dulce suelo con la atrayente sinuosidad de la cola o rabo, y con todo eso, este poema, pues por tal lo tengo, escrito en mi habitación burguesa, no constituye únicamente un esfuerzo por suscitar una pizca de seriedad en aquellos que se esforzarán en vano por comprender el presente eslabón de la cadena de mis escritos en prosa, que creen ser demasiado listos y [no] son capaces de conservar la serenidad ante una chispa de estupidez, que aún no han aprendido ni siquiera a volverse ignorantes, que hasta ahora no han tenido la idea de distinguirse por una brillante falta de ideas, que a menudo no temen ser decentes de una forma colosalmente indecente, que nada sospechan del nacimiento de la razón, del hermoso deseo de que ella no viva nada en absoluto, y a los que apenas se puede convencer de que aquí se ha emprendido el curioso intento, acaso no del todo carente de interés, de decir algo trivial, de deshacer la sensatez, como si dicho intento fuera una Melancolía apoyando la mano sobre un globo terrestre, acaso ideada por Durero. Puedo asegurar que me ha costado mucho comportarme irreflexivamente. Como si no supiera lo que es el buen tono, pero ¿qué se hace con él hoy que tenga importancia? Mirando mi tarea de hoy, he comenzado como quien dice con algo heroico y a continuación he recobrado, complacido, la razón, y el atolondrado comienzo ha sido más difícil que el encuentro, que en realidad ha ocurrido de manera espontánea. Es tan sencillo no equivocarse. De todos modos atenerse a lo justo, a lo conveniente, puede considerarse comodidad. Qué perplejo me mira ahora el que me exigía con cara de integridad algo barata, como si tampoco a él lo hermosease una patraña, que esta vez hiciera el favor de cuidar de mí mismo, lo que él no pudo hacer mientras vivía. Él nunca mintió, y cuánto lo siente, y por todo esto sabe que lo conozco a la perfección. Cuántas veces me negó su aprobación con mala conciencia. Porque él está descontento y siempre se comportó conmigo como si yo no poseyera inteligencia suficiente para discrepar. Pero ahora lo he demostrado.

Pág. 189-192. Escrito a lápiz. Microgramas II (1926-1927). Robert Walser. Libros del Tiempo Ediciones Siruela.

Durante los años que estudiaba en la universidad, el váter como lugar de asilo perdió importancia. En vez de él vinieron cada vez más edificios, espacios y lugares. Y en éstos ya no tenia que entrar físicamente. Por regla general bastaba simplemente con que viera «el objeto que necesitaba». Éste podía ser un cobertizo, en alguna parte, para guardar herramientas, la cochera de los tranvías, un autobús que había quedado vacío durante la noche, un búnker subterráneo, aunque estuviera medio destruido por un ataque de sabe Dios qué guerra. La misma función podían cumplir espacios que en realidad, por sí mismos, no eran propiamente tales: la simple vista del espacio vacío que había dejado una rampa, la rampa de carga de una lechería, de una empresa de transportes o simplemente cualquier otra rampa, podía anunciar un posible refugio o una zona donde retirarse, y a veces paneles de carteles de propaganda comercial o electoral convertidos en pirámides si no en verdaderos cobijos eran posibles lugares de permanencia donde uno imaginaba que podía estar a cubierto, sin mojarse y caliente, cuando menos más caliente y más en casa que fuera, al aire libre.

Peter Handke. Ensayo sobre el Lugar Silencioso, Pág. 41.

“Vamos a imaginar que nos perdemos en el desierto de Australia. Nos perdemos y preguntamos a un aborigen cómo se llega a nuestro destino. Este se quedará unos instantes pensando, recordando el camino exacto. Después nos mirará seguro de sí mismo y comenzará a cantar. Cuando acabe, probablemente le volveremos a preguntar.

-Muy bonita la canción, pero ¿podría indicarnos el camino?

El aborigen se marchará ofendido. En su canción estaba el camino”.

Bruce Chatwin. Los trazos de la canción.

Words

Transcript:

Words, English words, are full of echoes, of memories, of associations. They have been out and about, on people’s lips, in their houses, in the streets, in the fields, for so many centuries. And that is one of the chief difficulties in writing them today – that they are stored with other meanings, with other memories, and they have contracted so many famous marriages in the past. The splendid word “incarnadine,” for example – who can use that without remembering “multitudinous seas”? In the old days, of course, when English was a new language, writers could invent new words and use them. Nowadays it is easy enough to invent new words – they spring to the lips whenever we see a new sight or feel a new sensation – but we cannot use them because the English language is old. You cannot use a brand new word in an old language because of the very obvious yet always mysterious fact that a word is not a single and separate entity, but part of other words. Indeed it is not a word until it is part of a sentence. Words belong to each other, although, of course, only a great poet knows that the word “incarnadine” belongs to “multitudinous seas.” To combine new words with old words is fatal to the constitution of the sentence. In order to use new words properly you would have to invent a whole new language; and that, though no doubt we shall come to it, is not at the moment our business. Our business is to see what we can do with the old English language as it is. How can we combine the old words in new orders so that they survive, so that they create beauty, so that they tell the truth? That is the question.

And the person who could answer that question would deserve whatever crown of glory the world has to offer. Think what it would mean if you could teach, or if you could learn the art of writing. Why, every book, every newspaper you’d pick up, would tell the truth, or create beauty. But there is, it would appear, some obstacle in the way, some hindrance to the teaching of words. For though at this moment at least a hundred professors are lecturing on the literature of the past, at least a thousand critics are reviewing the literature of the present, and hundreds upon hundreds of young men and women are passing examinations in English literature with the utmost credit, still – do we write better, do we read better than we read and wrote four hundred years ago when we were un-lectured, un-criticized, untaught? Is our modern Georgian literature a patch on the Elizabethan? Well, where then are we to lay the blame? Not on our professors; not on our reviewers; not on our writers; but on words. It is words that are to blame. They are the wildest, freest, most irresponsible, most un-teachable of all things. Of course, you can catch them and sort them and place them in alphabetical order in dictionaries. But words do not live in dictionaries; they live in the mind. If you want proof of this, consider how often in moments of emotion when we most need words we find none. Yet there is the dictionary; there at our disposal are some half-a-million words all in alphabetical order. But can we use them? No, because words do not live in dictionaries, they live in the mind. Look once more at the dictionary. There beyond a doubt lie plays more splendid than Antony and Cleopatra; poems lovelier than the Ode to a Nightingale; novels beside which Pride and Prejudice or David Copperfield are the crude bunglings of amateurs. It is only a question of finding the right words and putting them in the right order. But we cannot do it because they do not live in dictionaries; they live in the mind. And how do they live in the mind? Variously and strangely, much as human beings live, ranging hither and thither, falling in love, and mating together. It is true that they are much less bound by ceremony and convention than we are. Royal words mate with commoners. English words marry French words, German words, Indian words, Negro words, if they have a fancy. Indeed, the less we enquire into the past of our dear Mother English the better it will be for that lady’s reputation. For she has gone a-roving, a-roving fair maid.

Thus to lay down any laws for such irreclaimable vagabonds is worse than useless. A few trifling rules of grammar and spelling is all the constraint we can put on them. All we can say about them, as we peer at them over the edge of that deep, dark and only fitfully illuminated cavern in which they live – the mind – all we can say about them is that they seem to like people to think before they use them, and to feel before they use them, but to think and feel not about them, but about something different. They are highly sensitive, easily made self-conscious. They do not like to have their purity or their impurity discussed. If you start a Society for Pure English, they will show their resentment by starting another for impure English – hence the unnatural violence of much modern speech; it is a protest against the puritans. They are highly democratic, too; they believe that one word is as good as another; uneducated words are as good as educated words, uncultivated words as good as cultivated words, there are no ranks or titles in their society. Nor do they like being lifted out on the point of a pen and examined separately. They hang together, in sentences, paragraphs, sometimes for whole pages at a time. They hate being useful; they hate making money; they hate being lectured about in public. In short, they hate anything that stamps them with one meaning or confines them to one attitude, for it is their nature to change.

Perhaps that is their most striking peculiarity – their need of change. It is because the truth they try to catch is many-sided, and they convey it by being many-sided, flashing first this way, then that. Thus they mean one thing to one person, another thing to another person; they are unintelligible to one generation, plain as a pikestaff to the next. And it is because of this complexity, this power to mean different things to different people, that they survive. Perhaps then one reason why we have no great poet, novelist or critic writing today is that we refuse to allow words their liberty. We pin them down to one meaning, their useful meaning, the meaning which makes us catch the train, the meaning which makes us pass the examination…

This is the only known surviving recording of Virginia Woolf’s voice. It is part of a BBC radio broadcast from April 29th, 1937. The talk was called “Craftsmanship” and was part of a series entitled “Words Fail Me”. The text was published as an essay in “The Death of the Moth and Other Essays” (1942).

La voz de Virginia Woolf

Esta es la única grabación que aún perdura de la voz de Virginia Woolf. Es parte de una emisión de radio de la BBC del 29 de abril de 1937. La charla se llamó “Artesanía” y fue parte de una serie titulada “Las palabras me fallan”.

Una habitación propia (1929)

Nadie podría exponer el asunto más claramente. «El poeta pobre no tiene hoy día, ni ha tenido durante los últimos doscientos años, la menor oportunidad… En Inglaterra un niño pobre no tiene más esperanzas que un esclavo ateniense de lograr esta libertad intelectual de la que nacen las grandes obras literarias.» Exactamente. La libertad intelectual depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres siempre han sido pobres, no sólo durante doscientos años, sino desde el principio de los tiempos. Las mujeres han gozado de menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres no han tenido, pues, la menor oportunidad de escribir poesía. Por eso he insistido tanto sobre el dinero y sobre el tener una habitación propia. Sin embargo, gracias a los esfuerzos de estas mujeres desconocidas del pasado, de estas mujeres de las que desearía que supiéramos más cosas, gracias, por una curiosa ironía, a dos guerras, la de Crimea, que dejó salir a Florence Nightingale de su salón, y la Primera Guerra Mundial, que le abrió las puertas a la mujer corriente unos sesenta años más tarde, estos males están en vías de ser enmendados. Si no, no estaríais aquí esta noche y vuestras posibilidades de ganar quinientas libras al año, aunque desgraciadamente, siento decirlo, siguen siendo precarias, serían ínfimas. (Páginas 77-78)

Las Sinsombrero: Documental sobre mujeres de la Generación del 27

“En el año 2007 en el CEIP Tartessos de Málaga, durante una clase de literatura en quinto de primaria, un chica, Lorena, escucha atentamente la lección.

Su profesora Ana Maria Cid Prolongo, les explica con entusiasmo las características de la generación del 27,
en el ochenta aniversario de la constitución de su grupo poético. De
repente Lorena, esa alumna, fruto de la normalizada coeducación, aunque
sin saberlo, frunce el ceño y con la mirada pensativa, alza la mano. La
profesora le da la palabra. Lorena pregunta con esa postura de quién aún
no conoce la fuerza de su inquietud: “Profe, ¿no había mujeres poetas en la generación del 27?“. (…)
Dos años más tarde, en 2009, un grupo
de productores deciden explicar la historia de aquellas fantásticas
mujeres que vivieron en los años 20 en España. Buscan por internet, y se
encuentran con la web de la profesora. Allí se dan cuenta que su
inquietud no es solo suya y que allí hay una historia. Deciden,
inspirados por el relato de la profesora y su alumna, ayudar con su
granito de arena a que nunca más la historia no se cuente completa.”
(Cuaderno de Rodaje #LasSinsombrero)
  
Seis años más tarde se estrena “Las SinSombrero, un webdoc interactivo que está posibilitando la reivindicación de todas aquellas mujeres, pensadoras y artistas, de la primera mitad del
siglo XX en España, partícipes activas en la vida intelectual y cultural de los años 20-30. Así, este proyecto crossmedia, que utiliza diferentes formatos y plataformas -es un documental, un webdoc, un wikiproyecto, una app, una campaña social media, un proyecto educativo…- tiene el objetivo de recuperar, divulgar y
perpetuar el legado de estas figuras femeninas olvidadas de la Generación del 27, que no son precisamente pocas…
participando
sin complejos de la vida intelectual y cultural de la España de los
años 20 y 30. – See more at:
http://www.accioncultural.es/es/sinsombrero_documental#sthash.odQYcERN.dpuf

participando
sin complejos de la vida intelectual y cultural de la España de los
años 20 y 30. – See more at:
http://www.accioncultural.es/es/sinsombrero_documental#sthash.odQYcERN.dpu
femeninas de la Generación del 27
hasta todas aquellas mujeres que con su obra, sus acciones y su valentía
fueron y son fundamentales para entender la cultura y la historia de un
país que nunca las reivindicó.