temor al envejecimiento

Qué tiene de bueno que haya tantas personas mayores

Aunque se acepte que el proceso que nos ha traído el envejecimiento demográfico no es perverso, seguirá habiendo quien sostenga que todo funcionaría mejor si hubiese menos personas mayores, porque son una carga para el resto de edades.

Si se acepta esta afirmación, sólo quedan dos soluciones: eliminar viejos y discapacitados, como hizo el régimen nazi, o fomentar más juventud, por la vía natalista o incentivando la inmigración de jóvenes. Ya se ha argumentado que ésta es una concepción errónea de las poblaciones, estática, no evolutiva, donde las edades no tienen pasado y suponen clases de personas, no etapas de la vida. Pero no es necesario, porque incluso la premisa principal, que “las cosas irían mejor sin tantas personas mayores”, es falsa.

En primer lugar, en estrictos términos demográficos, mantener la pirámide del pasado a la vez que se mejora le esperanza de vida (recuérdese que no ha dejado de hacerlo desde hace más de un siglo) provocaría ritmos de crecimiento explosivos que degradarían
enormemente no sólo los recursos disponibles, sino nuestras condiciones de vida en general.

Pero el principal error está en suponer que la vejez es una carga social. En esa convicción se unen la concepción estática de las edades (como si fuesen entidades inmutables y ya conocidas que las personas van atravesando sin cambiarlas), y una realidad histórica: en el pasado los mayores han sido una parte de la población muy vulnerable y necesitada.

En efecto, los ciclos de vida típicos del pasado no sólo eliminaban a la mayoría de las personas antes de su vejez; los escasos supervivientes la alcanzaban, además, en pésimas condiciones. Cuando en España se hicieron los primeros estudios sociológicos sobre la vejez, allá por los años setenta y ochenta del siglo XX, los impulsores fueron organizaciones benéficas como Caritas o Cruz Roja, y los resultados confirmaron un cuadro triste. La vejez mayoritaria se caracterizaba por la mala salud, la pobreza, la escasez de estudios y cultura, la soledad (especialmente en forma de mujeres viudas), el aislamiento en zonas rurales o el desarraigo y la desconexión del entorno en las urbanas, la movilidad reducida, la casi nula participación social.

Suponer que esas características corresponden a la vejez “per se” es un error en el que se sustentan la mayoría de las alarmas demográficas. Lo cierto es que ese dibujo corresponde a un momento muy particular, encarnado por unas generaciones muy concretas y damnificadas por su historia anterior. Quienes nacieron en el primer cuarto del siglo XX en España, vivieron su juventud durante la guerra civil, su vida adulta en la posguerra, y la madurez en los años cincuenta y sesenta. Al llegar a la vejez arrastraban un amplio bagaje de desastres materiales y humanos: múltiples crisis de sistemas políticos y de gobierno, el hundimiento del sistema económico basado en el sector primario, al ocaso del mundo rural y la masiva emigración a las ciudades, la perdida de valor de sus conocimientos, su patrimonio o su forma de ganarse la vida. Llegaron, además, sin colchón económico o social, sin pensiones contributivas. Buena parte de su trabajo no fue asalariado, la mayoría eran mujeres viudas, el Estado del Bienestar estaba apenas desarrollado, y el mundo era de los jóvenes.

En cambio la nueva vejez actual recoge toda una vida de mejoras generacionales muy sustanciales, empezando por la simple supervivencia, y en las próximas décadas este proceso se acentuará aún más hasta hacer común vidas de más de noventa años. Pero previamente largas vidas de trabajo y de cotización han contribuido a la prosperidad económica del país, y a que hoy se alcance la vejez en una situación muy distinta a la de hace escasas décadas. La extensión generacional de las vidas completas (no interrumpidas o arruinadas por guerras, hambrunas o grandes epidemias), de una infancia no interrumpida prematuramente por el trabajo precoz, escolarizada, incluso con estudios medios (también para las mujeres), la posibilidad de tener pocos hijos y dotarlos bien, la de tener un patrimonio propio (una amplia mayoría son propietarios de su vivienda al cumplir los 65), la de envejecer con la pareja en vez de enviudar pronto… todo apunta a una nueva vejez no sólo abundante, sino revolucionaria en sus capacidades de apoyar a sus ascendientes y descendientes, a sus propias parejas y coetáneos, a las sociedades de las que forman parte.

Mucho se habla del coste de las pensiones (en su mayor parte salario diferido ganado trabajando, no debe olvidarse), pero pocos analistas económicos nos explican que los mayores fondos privados para invertir a largo plazo y en sectores emergentes de alto riesgo, se han creado y se engrosan gracias al cambio en la pirámide de población y al capital de quienes hoy envejecen (por no hablar de su contribución a aplacar los efectos de la crisis de empleo ayudando a los jóvenes de la familia). Pero también en el sistema público las cotizaciones laborales generaron siempre superávit a medida que las nuevas generaciones extendían su supervivencia y mejoraban sus características, y ese excedente de caja, hasta los pactos de Toledo, nunca se almacenó para los futuros pensionistas, sino que se empleó en mejorar el propio Estado, sus servicios y sus infraestructuras. Poco se habla de la ventaja que supone para cualquier país que en su economía el consumo se encuentre diversificado en vez de concentrarse en hogares de personas adultas con niños (desde el sector del turismo, tan importante en España, o desde el del transporte, podrían ponderarse mucho las ventajas de una pirámide como la actual). Se acepta que el gasto sanitario se ha disparado por culpa de la vejez (es falso, el cambio de la pirámide apenas explica el 6% de su crecimiento) pero es raro el reconocimiento del impulso que ha supuesto a la mejora sanitaria, al avance en la investigación (pero también en el negocio) en medicina y en farmacología, al aumento
del empleo en servicios.

Ningún Estado contemporáneo ha dado con la fórmula para obligar a sus ciudadanos a revertir las tendencias demográficas modernizadoras. La supervivencia y buena crianza de quienes nacen sigue siendo cada día más importante para quienes les traen al mundo, y el empeño en dotarles de una vida completa es un esfuerzo privado y colectivo que cada día cuenta con más recursos y esfuerzos. Esto es lo que ha revolucionado literalmente las poblaciones humanas, empezando por la duración de la vida, siguiendo por la relajación de las altísimas fecundidades del pasado, y extendiéndose por tanto a la forma de la pirámide poblacional y a la significación de todas las etapas de la vida. Y esa revolución no ha terminado, sino que impulsa la mayor de las transformaciones sociales del mundo contemporáneo: la que experimenta la vejez recogiendo todas las mejoras vividas anteriormente, desde la infancia.

No son la elevada esperanza de vida, la baja fecundidad o la nueva pirámide de población los que deben provocar sensación de peligro; es el miedo al cambio demográfico lo que resulta erróneo y peligroso. Las sucesivas generaciones de personas mayores están cambiando el mundo para bien, desde que nacieron, y lo harán todavía más en las próximas décadas. A las sociedades contemporáneas les urge apoyar y aprovechar estas novedades, en vez intentar revertirlas.

Pérez Díaz, Julio (2016). “El temor al envejecimiento demográfico”en Joan Subirats Humet et. al. (2016) Edades en transición. Envejecer en el siglo XXI. Barcelona, Ed. Ariel (pp. 44-54).

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